Cuando llegué a España a mediados de los 60, este país era todavía mucho más peculiar de lo que pueda ser hoy. Podría incluso decir que no ha cambiado demasiado, pues la esencia, la mentalidad, el alma, siguen siendo básicamente los mismos que hace 40 años. Verdad que la gente ya no saca la fiambrera y la navaja para engullir grasientos trozos de magra y de chorizo en los destartalados y lentísimos vagones de los trenes de entonces, sino que va al coche restaurante; los vestidos de las mujeres perdieron el gris y el negro monótonos y lúgubres por el colorido variado de la moda “pret-a-porter;” los hombres han olvidado la boina como aditamento característico de su indumentaria; los rostros perdieron el gesto adusto y cetrino por una expresión relajada, propia de los espíritus sosegados y de los cuerpos satisfechos. Verdad que España se ha convertido en un país desarrollado, moderno en los signos externos, en las infraestructuras y en la calidad de vida de sus habitantes. Pero cuando miro con la perspectiva del tiempo, puedo aún reconocer ciertos rasgos de antaño. Mi mente conserva con nitidez imborrable un rico anecdotario, que, como tantos otros anhelos, como infinidad de frustraciones, me propongo convertir algún día en literatura: las mujerucas que, en las Navidades de 1965, corrieron despavoridas y espantadas al verme en un pueblo del interior de la zona levantina, llevándose las manos a la cabeza y gritando “¡un negre, un negre, Deu meu, un negre!”; los jovencitos que me contemplaban embobados por el asombro; mis compañeros de colegio, que me raspaban la cara y las manos con sus dedos y se extrañaban de que no quedaran tiznados; mis primeros amigos blancos, cuya principal curiosidad era saber si también mi pilila era negra.