11/01/2011

UNA NUEVA REALIDAD: LOS AFRO-ESPAÑOLES I. Por Donato Ndongo

Cuando llegué a España a mediados de los 60, este país era todavía mucho más peculiar de lo que pueda ser hoy. Podría incluso decir que no ha cambiado demasiado, pues la esencia, la mentalidad, el alma, siguen siendo básicamente los mismos que hace 40 años. Verdad que la gente ya no saca la fiambrera y la navaja para engullir grasientos trozos de magra y de chorizo en los destartalados y lentísimos vagones de los trenes de entonces, sino que va al coche restaurante; los vestidos de las mujeres perdieron el gris y el negro monótonos y lúgubres por el colorido variado de la moda “pret-a-porter;” los hombres han olvidado la boina como aditamento característico de su indumentaria; los rostros perdieron el gesto adusto y cetrino por una expresión relajada, propia de los espíritus sosegados y de los cuerpos satisfechos. Verdad que España se ha convertido en un país desarrollado, moderno en los signos externos, en las infraestructuras y en la calidad de vida de sus habitantes. Pero cuando miro con la perspectiva del tiempo, puedo aún reconocer ciertos rasgos de antaño. Mi mente conserva con nitidez imborrable un rico anecdotario, que, como tantos otros anhelos, como infinidad de frustraciones, me propongo convertir algún día en literatura: las mujerucas que, en las Navidades de 1965, corrieron despavoridas y espantadas al verme en un pueblo del interior de la zona levantina, llevándose las manos a la cabeza y gritando “¡un negre, un negre, Deu meu, un negre!”; los jovencitos que me contemplaban embobados por el asombro; mis compañeros de colegio, que me raspaban la cara y las manos con sus dedos y se extrañaban de que no quedaran tiznados; mis primeros amigos blancos, cuya principal curiosidad era saber si también mi pilila era negra.


Y es que, queridos amigos, a mis catorce años, fui el primer negro que vieron muchos españoles. Sus reacciones me hicieron tomar conciencia de mi color, pues, como descubriría años después al encontrarme con Frantz Fanon, pude comprobar que en realidad no me

había dado cuenta de que era negro, no tenía conciencia de ser diferente. Eran los demás los que me hacían descubrir mi propia negrura.

Yo era un niño que venía de África, de una colonia española, donde había tenido sólo una vaga noción de las diferencias raciales; porque, tal y como lo había vivido hasta entonces, aquél era un racismo peculiar, no radical y explícito, sino sibilino, paternalista. Los misioneros nos habían dicho desde siempre a los colonizados que nos conformásemos con nuestra suerte desgraciada en este mundo, pues la recompensa nos aguardaba en el Cielo; sabía que los blancos eran poderosos, ricos y sabios, pues eran el compendio de todo el poder, de toda la riqueza y de toda sabiduría; pero también sabía, puesto que así nos lo dijeron, que un humilde negrito como yo podía escapar de su desgracia congénita, encumbrarse e igualarse a ellos; siempre que abandonase los vicios atávicos de su raza y su salvajismo consustancial, y abrazara la civilización mediante la buena conducta y la aplicación en el estudio. Lo entendí muy pronto y muy claramente, y por eso estudiaba, por eso me empeñaba en ser más sabio que ninguno. En mi colegio de Guinea, en Bata, yo era un niño negro más entre mis compañeros negros, pero comprendía muy bien al único niño blanco de mi curso, Ricardo Zaro, que se sentaba a mi lado y copiaba mis exámenes; comprendía que Ricardo, siendo blanco, no necesitara estudiar, porque su padre tenía almacenes enteros repletos de riquezas, y no tenía que elevarse desde la nada para disfrutar de los bienes, de la sabiduría y del poder, pues eran suyos de manera obvia, innata.

Pero mi situación cambió al llegar a España. Mis circunstancias eran exactamente opuestas a las de Ricardo Zaro: yo era el único negro en medio de unos mil alumnos, entre internos, externos y mediopensionistas; y esos miles de ojos estaban dirigidos hacia mí, se concentraban en mí, me escrutaban, me examinaban, prestos a captar cualquiera de mis reacciones, mis más nimios ges-tos y palabras. Me acostumbré a controlar mis emociones, y perdí gran parte de la espontaneidad. Como nada mío pasaba desapercibido, desarrollé mucho más la astucia propia de un fang acostumbrado a cazar en los bosques. Y, sobre todo, descubrí y aprendí a tolerar la infinita curiosidad de los blancos, que puede llegar a ser cruel. Ellos tenían arraigada la concepción de que por ser negro tenía que ser un buen deportista, y me inscribieron en todos los equipos posibles; eran los propios curas quienes estimulaban esa actitud, y el profesor de educación física –un capitán del Ejército- se frotó las manos cuando entré por primera vez en el patio donde hacíamos la gimnasia; todos suponían que conmigo había llegado el campeón, esa gran esperanza negra que llenaría la

vitrina del Colegio de copas y medallas, con todos los trofeos tan anhelados en las competiciones juveniles.

La verdad es que a mí nunca se me había ocurrido tal opción, pues allá en mi aldea no se conocía a nadie que se ganara la vida corriendo, saltando o nadando. Hasta me parecían oficios de pícaros y de facinerosos, y yo no había llegado desde tan lejos para ser un saltimbanqui; tenía que ser un sabio, y no estaba dispuesto a hacer payasadas. Y no mostré ningún empeño por los deportes. Verdad que destaqué un poquito en las carreras de velocidad –gané alguna competición intercolegial en los 100 metros lisos,- pero resulté un completo fracaso en todas las demás modalidades. Aún recuerdo con una cierta vergüenza mis bochornosas y humillantes derrotas. Y cuando los profesores y los colegiales se dieron cuenta de que era más bien una nulidad como atleta, que no acertaba a regatear en los partidos de fútbol, que no llegaba a la canasta en las competiciones de baloncesto, que quedaba relegado a las últimas posiciones en las carreras de fondo, dejaron de tener interés por mí. Pasé a ser el símbolo de la esperanza truncada, una decepción para todos. Y cuando descubrí que cualquier niño blanco aguantaba mejor en las carreras más largas, que ya no me alineaban en el equipo de fútbol, ni como suplente, ni siquiera para amedrentar a los contrarios, me convencí de que todo esfuerzo era inútil y no merecía la pena seguir intentando mantener las apariencias en un terreno en el que carecía de las más elementales aptitudes. Ese convencimiento me costó una temprana depresión, porque me sentía frustrado, no tanto por los estrepitosos fracasos en los estadios, sino por haber defraudado tantas esperanzas, por haber quedado en evidencia mi inutilidad. Y necesitaba desesperadamente ser aceptado, por encima de cualquier otra cosa.

Fue duro. Y mi salvación fueron los libros y el estudio. Leía para aminorar la terrible soledad. Estudiaba por la necesidad de destacar en algo y no ser uno del montón, pues tenía arraigada en lo más profundo de mi ser la noción de la diferencia, y necesitaba corresponder de algún modo a las altas expectativas puestas en mí por la sociedad que me rodeaba -los profesores, mis compañeros-, que me habían distinguido, que me habían señalado, que me habían discriminado, en suma. Estaba permanentemente en su punto de mira y me resultaba imposible diluirme en el anonimato, volverme invisible, pues era facilísimo ser reconocido desde la distancia; y supongo que gracias a la benevolencia de mis hados protectores, pude convertir todas aquellas frustraciones en energía positiva. Porque sólo los negros podemos comprender el dolor que produce que los demás te anden manoseando la cabeza para palparte el pelo; sólo un negro puede saber qué se siente cuando las chicas te dicen queeres un chico “mono,” pero te contemplan con la misma mirada fascinante con que siguen una atracción de circo, o te acarician con el mismo entusiasmo distante y displicente que dedican a su perrito de lanas; sólo un negro puede entender la rabia impotente que te anega cuando eres objeto de una atención semejante a la que provocan los animales del zoológico. Pero creo que superé con bien todas aquellas pruebas a las que me ví sometido a edad tan temprana, y no desarrollé excesivos complejos, ni me convertí en una persona insegura y amargada.


Porque vino en mi ayuda un hecho providencial: cuando más compungido andaba debido a mis fracasos como deportista, vino la recompensa: en 1967 gané el premio nacional de Redacción, que convocaba lo que entonces se llamaba Delegación Nacional de Juventudes. Tras superar varias fases eliminatorias, un jurado de Madrid me eligió, a los 16 años, como el mejor escritor entre todos los adolescentes de España. Confieso que fue una suerte de revancha, y también de reafirmación: la súbita y momentánea gloria supuso un reconocimiento de los profesores y de los colegiales, un triunfo para todos. Rodeado de admiración, recuperé la estima de todos, incluida la mía propia, pues aquella victoria era más valiosa que las copas, que las medallas. Ese premio, mas mi descubrimiento de Chinua Achebe, determinarían el rumbo de mi vida, aunque esa ya es otra historia.

Todo esto es para ilustrar que los africanos de mi generación encontramos una España cerrada, carpetovetónica, sin apenas contacto con el exterior; una España en la que muchos más españoles de los que a primera vista pudiera creerse ni siquiera sabían que los negros existían de verdad; una España que bailaba los melosos ritmos de Antonio Machín y Nat King Cole, y se enorgullecía de las ruidosas victorias de Pepe Legrá, un boxeador afro-cubano bastante “salao” que llegó a ser campeón de Europa, que dedicaba muy en serio sus triunfos a Su Excelencia el Generalísimo, y con el cual el deporte español pretendía haber encontrado a un Cassius Clay en versión folkrórica; una España, en definitiva, grisácea y decadente, que conservaba aún esos rasgos castizos tan bien pintados por Galdós, para la cual los negros sólo podíamos ser o deportistas o cantantes de boleros. Pero también una España en la que las chicas te permitían magrearlas un poquito en los guateques y discotecas porque, decían, los negros bailaban mejor, y en la que, pese a la implacable represión sexual impuesta por el nacional-catolicismo, podías ligar con una cierta facilidad porque la mayoría de los negros que andábamos por aquí éramos, o estudiantes que se suponía vivirían mejor al cabo de unos pocos años, al terminar la carrera y regresar a nuestros países como ministros, o soldados de las bases norteamericanas que fumaban

rubio, gastaban alegremente montones de dólares y podían llevarlas a Texas o Nueva York, lugares míticos que sólo podían soñarse a través de las películas de Nathalie Wood, Elizabeth Taylor, Burt Lancaster o Gregory Peck. Nosotros éramos la materialización de Sidney Poitiers, el galán negro de los melodramas anti-segregacionistas, un buen tipo sin defecto alguno, excepto el color de su piel, que siempre conseguía el amor de la blanca a base de dulzura y tozudez. Una España idílica, en suma, en la que todos asumíamos que no existía el racismo.

Y era cierto. Porque las actitudes abiertamente racistas eran casi inexistentes, o resultaban, en cualquier caso, fáciles de perdonar y olvidar, porque sólo podían atribuirse o a la envidia o a la ignorancia. ¿Cómo no comprender en el fondo a esos jóvenes que, creyendo que no entendías el español, se metían con tu novia o amiga blanca, llamándola “puta” y otras lindezas, sólo porque no habían conseguido ligar esa noche, y descargaban sus frustraciones sobre las parejas mixtas? ¿Cómo no entender a esos niños que te taladraban con el dedo en el metro, mientras sacudían la falda de su madre para que corroborase el extraño fenómeno con sus ojos? ¿Cómo no comprender los apuros de esos padres que, avergonzados, no sabían cómo reprimir la curiosidad del retoño? Claro que podías sentirte como un orangután de feria, pero, a la postre, les disculpabas. ¿Qué podían hacer si nunca habían visto a un negro? ¿Cómo no disculpar también a esos jóvenes compañeros de clase con quienes salías al cine o al baile un sábado por la tarde, y te llenaban la cabeza con sus juramentos de que ellos no eran racistas como los yanquis, que colgaban a los negros en Alabama y habían asesinado a Martín Luther King? ¿Cómo no esbozar una sonrisa misericordiosa ante esos “graciosos” que nunca faltan, que entonaban a tu paso la canción del Cola-cao, disfrutaban sus “conguitos” sin conciencia de maldad, se consideraban en la obligación de rimar ese ripio de Congo o Ndongo con mondongo, o te llamaban Kunta Kinte? ¿Cómo no soportar con estoicismo a los amigos que de buena fe te sentaban en su mesa algún día de fiesta, y te pasabas la velada oyendo de continuo la machacona cantinela de que ellos no tenían inconveniente en que comieras con ellos como “uno más,” mientras sus madres te atiborraban como si fueras un muerto de hambre? ¿Cómo no sentirte hasta conmovido por el discurso oficial de la España “hacedora de pueblos” y “madre de naciones,” que se había mezclado con todas las razas en un “fecundo mestizaje”?

Claro que caímos en la trampa: en la trampa de creernos privilegiados porque nadie nos apaleaba ni nos linchaba, porque éramos aceptados sin discriminación en las aulas y en las salas de baile, porque no estábamos obligados a ceder nuestro asiento a cualquier

blanco en un autobús, porque éramos considerados iguales a nuestros semejantes. Tardamos en percatarnos de que esas manifestaciones y esas actitudes estaban más teñidas de paternalismo que de igualitarismo, puesto que siempre despedían el tufillo de la condescendencia, de un inveterado complejo de superioridad. Y caímos en la trampa por no saber, por no darnos cuenta de que el mestizaje tan pregonado no era sino la consecuencia de la violencia inusitada que cayó sobre los pueblos colonizados tras su encuentro con los europeos, el producto de las constantes violaciones de esas pobres esclavas negras y de las mujeres indias, doblemente sometidas. Nosotros pertenecíamos a una generación dichosa en la que ya no éramos baleados por la osadía de atrevernos a dejarnos arrullar por la dulce voz de una blanca enamorada; pero jamás nos preguntamos cuántos antepasados nuestros fueron apaleados, vejados, asesinados legalmente –por las leyes del opresor, claro está- por rozar la falda de una de sus mujeres en las colonias. Asumimos tanto la mixtificación que nunca indagamos si alguna vez se preguntó a las indias de las Américas y a las negras de Cabo Verde si deseaban parir mestizos. Como ahora, esos eran temas tabú, impropios de la condición de seres civilizados por la que nos sentíamos arropados.

Naturalmente que no había racismo. No porque los españoles fuesen unos seres angelicales llenos de amor y desinterés, como nos dijeron en nuestra África nativa y proclamaban unánimemente nuestros amigos y conocidos, sino porque, ahora lo sabemos, entonces no estaba equilibrada la balanza: faltaba el otro componente, pues apenas había negros en España. ¿Y cómo podía haber racismo sin apenas negros a quienes escupir el desprecio?

Desde los orígenes de la nación española, tras la toma de Granada en 1492, España se había acostumbrado a ser un país monolítico. El fin de la Reconquista, seguido de la expulsión de los moriscos y de los judíos, dio origen a una España uniformizada, en la que no había lugar para la pluralidad, pues se impuso una sociedad con una sola raza, una sola cultura, una sola religión. La Inquisición y otras prácticas de violencia institucional terminaron con toda posibilidad de discrepancia, de ser diferente. Ese monolitismo se vería acentuado durante la dictadura de Franco. Una época en la que la presencia marroquí se redujo a mero folklore –recuérdese que el generalísimo se hacía rodear de una guardia marroquí ataviada al estilo bereber,- a una estampa que concitaba la frustración de las ansias neoimperialistas, aunque sólo se manifestara en esas actitudes patéticas. La presencia de los negros era también marginal: los pocos que vivían en España eran –éramos- guineanos, la mayoría estudiantes; los cubanos que huían de la revolución de Fidel Castro -cuyos símbolos más

genuinos podían ser el cantante Machín y el boxeador Legrá,- y, por último, los afro-americanos de las bases de Torrejón, Rota y Zaragoza. Siendo éstos últimos guerreros del imperio bajo el cual se cobijaba el régimen, eran considerados gente intocable, que además gozaba de un envidiable nivel de vida para los parámetros de entonces; no sólo no sufrían discriminación, sino que eran envidiados y admirados. Los cubanos, por su parte, suscitaban en los nativos una cierta conmiseración y algo de ternura por su doble orfandad; y nosotros, los guineanos, éramos tan españoles como los peninsulares, condición que perderíamos con nuestra independencia y la desastrosa ruptura posterior con España, a partir de 1968. Pero, en cualquier caso, éramos mirados con una cierta simpatía por el español medio, pues, por lo exiguo del número, éramos más bien un fenómeno extraño, la “nota de color;” con la ventaja –o desventaja, según se mire- de que no estábamos registrados en el subconsciente de la sociedad nativa. Y por ser gente en su mayoría educada y acobardada, no causábamos ningún problema. Otras razones contribuyeron a borrarnos de la conciencia de España, convirtiéndonos en seres invisibles: ese escaso número; nuestra dispersión geográfica, que minimizaba aún más nuestra presencia; la prohibición de hablar de Guinea en España, tema declarado “materia reservada” por el Gobierno de Franco ya desde la Conferencia Constitucional, y, sobre todo, porque, ni durante ni después de la colonización, la cuestión guineana suscitó en la Metrópoli las emociones de la pérdida de Cuba o los reveses militares de la conquista de Marruecos.

De manera que esa minoría negra –salvo, lógicamente, los soldados estadounidenses- se fue integrando mal que bien en la sociedad española. Los procedentes de Cuba y los guineanos teníamos algo en común, y algún punto a nuestro favor: hablábamos español, éramos apátridas, y no podíamos regresar al suelo patrio debido a los regímenes políticos imperantes en nuestros países. Estábamos aquí, pues, por obligación, por la imposibilidad de vivir en otro sitio. En cierta manera, quedaba garantizada nuestra permanencia. Esa ambigüedad de nuestra presencia marcó la vida de muchos guineanos en sus relaciones con los españoles. Porque si muchos adquirieron la nacionalidad española, por residencia o por matrimonio, inaugurando la nueva realidad de los afro-españoles y aumentando el censo con los mulatos que nacieron de tales uniones, casi todos ellos lo hicieron por razones meramente utilitaristas. En cualquier caso, en los últimos años 60 y en la década de los 70, empezó a ser casi normal, o menos extraño, encontrar profesionales negros en algunas oficinas, o parejas mixtas en la cola del cine.

Pero siempre se trató de una presencia marginal. Éramos conscientes de nuestra orfandad, soñábamos con el retorno a nuestras patrias, y no causábamos problemas a nadie, ya que la ardua tarea de vivir nos empujaba a buscar formas de integración, en el puesto de trabajo, en las familias que se formaron con mujeres españolas, en las amistades que iban surgiendo. Incluso gozábamos de algún privilegio: debido a la naturaleza de nuestra presencia en España, consecuencia de las dictaduras, pero también por la mala conciencia ante un proceso descolonizador desastroso, no fuimos molestados por las autoridades, y nuestras vidas transcurrían anodinas, tratando de vivir o, más exactamente, de sobrevivir.

Desconozco los detalles de la vida en España de los expatriados afro-cubanos; pero en el caso de los guineanos sí puedo afirmar que casi ninguno trató de integrarse más allá del mero formulismo impuesto por la obligación. Nos limitábamos a capear el vendaval desencadenado en nuestro país, contra el que intentamos todas las formas de lucha, y esa especie de esquizofrenia fue determinante para explicar lo que ocurrió: en cuanto cayó el tirano Macías, una buena parte regresamos a Guinea Ecuatorial. Y estoy seguro de que hubieran regresado muchos más si las nuevas autoridades instaladas en Malabo hubieran convertido Guinea en un lugar habitable. La resurrección de los modos de gobernar autocráticos y la persecución política, junto a la miseria material y moral, han hecho posible no sólo que muchos hayamos retomado el exilio, sino que se incremente de forma extraordinaria la presencia guineana en España.

La entrada de España en la Comunidad Económica Europea, a mediados de los años 80, trajo consigo un desarrollo acelerado. La mejora de las infraestructuras, el remozo de las grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla al hilo de acontecimientos como las Olimpíadas o la Exposición Universal; la nueva cultura consumista que originaron los años del “pelotazo;” el impulso al desarrollo de la agricultura en regiones tradicionalmente deprimidas como Extremadura, Murcia o Andalucía, son factores que determinan el incremento de la demanda de mano de obra. Estas mismas circunstancias aceleran un proceso que se venía fraguando desde unos años antes: España dejaba de ser un país de emigrantes, y, pese al incremento del desempleo, los españoles empezaron a desdeñar los trabajos más duros, la minería, la agricultura o la construcción, para dedicarse a los servicios y la industria.

A partir de los 90, y como suele decirse, se juntarían el hambre con las ganas de comer. Porque por esos mismos años, los africanos –para los que España sólo había sido hasta entonces un país de paso en su ruta hacia Francia y el norte de Europa,- empezaron

a quedarse y asentarse, al encontrar aquí oportunidades que antes no existían. España empezaba a ser un país de acogida de inmigrantes. Éste fenómeno se iría consolidando con la mejora de las rentas agrícolas y el impulso del sector de la construcción, consecuencia de la entrada en lo que hoy es la Unión Europea.

A principios de los 90 se produjeron en África algunos hechos que se suelen ignorar a la hora de explicar la situación actual. Si me permitís la autopropaganda, os diré que son el esqueleto o armazón de mi novela El Metro, de próxima aparición. Dicho de manera sucinta, estos hechos son el recrudecimiento de los regímenes dictatoriales, la generalización de las guerras y la devaluación del franco cfa. Mis lectores en la revista Mundo Negro saben que en más de una década de colaboraciones, he desgranado las razones que han llevado a África a su crisis actual, hasta desembocar en la huida masiva de sus habitantes autóctonos; los hechos me dan la razón. Os invito a no conformaros con meros lugares comunes para explicar estos fenómenos. No os quedéis en el umbral de las razones humanitarias si queréis entender el actual proceso. Haced el esfuerzo de leer e interpretar las noticias fragmentarias que nos traen los medios de comunicación occidentales, y relacionar unas informaciones con otras. Así, veréis, como nosotros, que las guerras que asolan África no son “tribales” como nos las presentan arteramente; que la inestabilidad africana no se debe a una supuesta incapacidad de los africanos para regirse a sí mismos y establecer regímenes de libertad; si investigáis qué se esconde detrás de los índices de desarrollo humano que publican los organismos internacionales, veréis que no hay ningún país pobre en África. En definitiva, puedo afirmar con toda responsabilidad, y con todo rigor, que la situación actual de África la han provocado empresas occidentales, con la anuencia de sus gobiernos, que colocan en el poder y apoyan a los tiranos que nos sojuzgan y nos mantienen en la miseria, a los que importa un bledo la prosperidad y el bienestar de sus conciudadanos. Lo digo y lo mantengo: África es víctima de sus riquezas, y de la ambición e insolidaridad de sus dirigentes, y es su miseria la que facilita la prosperidad de los países ricos. Así es desde nuestro encuentro con los europeos, pues cinco siglos de esclavitud, colonialismo y neocolonialismo no pasan en vano.

Pido perdón si esto ofende a alguno. No he venido aquí ni a ser impertinente, ni a molestar. Sé bien que no debería insistir en esta línea argumental. Sé que debería mantener mi boca cerrada. Sé que debería ser ciego y mudo. Pero, amigos míos, me habéis invitado para hablar, y digo las cosas tal y como son, y como las vivimos los africanos de a pie; os confieso que, en lo personal, me iría mejor si me callara, sería ministro o quizá algo más en

mi país; sé que este discurso no gusta en determinadas partes, que suena a provocación incluso en mentes consideradas progresistas; pero soy incapaz de comer con el salario que mantiene esclavizados y en el exilio a mis paisanos; soy un pobre tonto que cambió la riqueza que me ofrecían por una conciencia tranquila. No soy más honrado y honesto que nadie: más bien es una carencia, esta incapacidad de callar ante la injusticia y la arbitrariedad; me es imposible gozar mientras la gente sufre cuando ese sufrimiento es remediable. Nunca he servido ni serviré a una tiranía. Claro que me trae problemas esta actitud, esta toma de postura inequívoca; problemas que conocen bien mis familiares y los amigos más íntimos. Ni valiente, ni me considero un irresponsable; es una cuestión de dignidad, de poder vivir cómodamente conmigo mismo y mirar a mis hijos a los ojos con serenidad. Porque quizá la coherencia y la honestidad sean la única herencia que pueda dejarles. Vivo amenazado por decir y escribir estas cosas, pero no puedo callar.

Porque si de verdad estamos interesados en solucionar los ingentes problemas africanos, debemos empezar por conocer la verdad, descubrir las verdaderas intenciones que esconden las declaraciones oficiales y el lenguaje diplomático; debemos escuchar a los propios africanos, dejar que expliquemos nuestras propias realidades desde nuestra propia perspectiva. Nos han acostumbrado a ver la Historia con los ojos de los vencedores, a leer la literatura complaciente con el poder, aunque se camufle bajo tintes progresistas; nos han habituado a los periódicos y a los noticieros que sólo nos informan desde el ángulo sesgado de los dueños de los medios de comunicación, quienes, dicho sea de paso, generalmente están conectados con esas empresas que impiden nuestro desarrollo. Es necesario traer a estos foros la voz de los que sufren las consecuencias de sus acciones, para vislumbrar el mundo desde el rincón de los marginados y perdedores, o, como decía Fanon, de los condenados de la Tierra. Os lanzo la misma pregunta que hizo Sartre a sus compatriotas en Orfeo Negro: ¿Qué se espera que digamos? No podéis esperar que vengamos aquí a expresar una complacencia que estamos lejos de sentir; necesitamos explicar por qué vivimos aquí en lugar de en nuestros países; por qué pasamos años sin ver a nuestras madres y a nuestros hermanos; por qué arrostramos todos los riesgos y sufrimos mil calamidades para alcanzar las costas del Edén; sabemos que podemos molestar, que no todos quieren oír la verdad y ver la realidad; pero os pido que comprendáis no puede ser el mismo el punto de vista del opresor y el del oprimido; el del torturador y el del torturado; el de la víctima y el del verdugo; el del miserable y el del poderoso; el del que tiene hambre de siglos y el del que siempre tuvo y tendrá el estómago lleno. Por eso reafirmo aquí cuanto

vengo diciendo desde hace años: África se halla postrada porque lo quieren determinadas empresas occidentales y determinados gobiernos occidentales. Y hay ejemplos para llenar libros enteros.

¿Qué nos impulsa a salir de África? La idea del bienestar. No un bienestar exclusivamente material o económico, sino el bienestar como tranquilidad física y espiritual. O, lo que es lo mismo, la libertad. La libertad como idea, como ideal, pero también la libertad como sentimiento. Queremos y necesitamos ser libres, sólo para sentirnos humanos, para resolver de una vez el problema angustioso del vivir. No es un impulso político, sino profundamente humano. Remediar nuestras carencias inmediatas. Las nuestras y las de nuestros familiares.

¿Y qué pasa cuando nos quedamos en España? ¿Qué encontramos en esta supuesta tierra de promisión? En primer lugar, la ignorancia. Me viene ahora a la memoria la primera entrevista que se me hizo en un medio escrito, allá por 1977 o 1978. Por cierto, me la hizo el hoy célebre académico Arturo Pérez Reverte, en el diario “Pueblo.” Arturo la tituló con una afirmación rotunda mía: “Los españoles no saben geografía.” Era verdad entonces y sigue siendo una realidad hoy. Ahora añadiría que tampoco conocen la Historia, ni la suya propia. Es difícil encontrar españoles que sitúen correctamente en el mapa un país africano. Es difícil encontrar españoles que sepan algo de la presencia española en África. Y si empezamos por ahí, van saliendo otras carencias. Por eso, pese a que ya es normal ver negros en cualquier ciudad o pueblo, aunque se tropiecen con ellos a diario en el Metro, nos encontramos todavía con reacciones curiosas, en las que prima el exotismo. Insisto en que no siempre son consecuencia de la mala fe, sino, creemos, de la ignorancia.

Cuestión aparte son las reacciones claramente racistas. Sobre todo en las regiones o zonas donde se emplea abundante mano de obra africana, van siendo habituales el desprecio y el rechazo. He presenciado escenas en supermercados de Murcia, de obligarle a un inmigrante africano a mostrar su bolso, o va-ciarse los bolsillos a la salida, cuando no es habitual que se haga con el resto los clientes; eso quiere decir que el africano es percibido como ladrón en potencia. Incluso mi esposa ha sido víctima de ello. Y también ha sido rechazada en peluquerías, donde las peluqueras se niegan a atenderla con la excusa, expresada con todo el desdén del mundo, de que “allí no tocan el pelo de las negras.” He visto apalear a inmigrantes de esos que hacen cola a diario en la Comisaría de Extranjería de Murcia, mientras el policía les escupía a voz en grito insultos y denuestos como “escoria,” “aquí sólo llega lo peor de cada país” y cosas por el estilo. Yo mismo tengo la experiencia de

que, cuando viajo –y viajo a menudo-, ya sea en los aeropuertos de Canarias, Ceuta, Melilla, Barcelona, Murcia o Madrid, siempre soy el único pasajero al que se registra y se exige la documentación. Hasta en la estación de RENFE de Murcia me han obligado a abrir mi maleta.

Tengo información fiable de que en determinados lugares de España no se alquila fácilmente un piso a los africanos. Puedo contar que un amigo mío fue metido en un furgón policial junto a otros africanos sólo por ser negro, por tener la mala pata de pasar por una calle de Madrid en el momento inoportuno; pese a sus protestas, pasó la noche en una comisaría, porque nadie quiso escucharle. Os imaginareis el escándalo cuando, a la mañana siguiente, cuando le conminaron a identificarse, sacó su DNI y los agentes descubrieron que es arquitecto y está felizmente casado con una española que es médico. Es evidente que las excusas no repararon su angustia y la de sus familiares. También os contaré que a otro amigo funcionario, español nacido en Guinea Ecuatorial, le tuvieron que cambiar de puesto porque estaba destinado en una ventanilla del INEM para atender a los parados, quienes, además de meterse soezmente con él a diario, protestaban porque un negro tenía trabajo y ellos no. A mí mismo me han estado a punto de agredir en varias ocasiones en Murcia, donde vivo, porque los conductores nativos, al cometer una infracción de tráfico que casi provoca un accidente, en lugar de disculparse, su reacción normal es gritarme que me vaya a mi país. No tengo ni el derecho a tener la razón. Y así podría seguir largo rato. Me he limitado a bosquejar unas pocas situaciones que pueden parecer anecdóticas, pero que molestan y duelen a quienes las padecemos. Y estos comportamientos no se dan sólo en gente inculta. Los pocos africanos que trabajamos o hemos trabajado en Universidades españolas podríamos contar infinidad de situaciones injustas, vejatorias o humillantes; y si no, que se lo pregunten a un afro-español que vive y trabaja aquí mismo, en León, Eugenio Nkogo Ondo, doctor en Filosofía. Merece la pena leer alguna de las obras que ha dedicado a narrar su experiencia docente en España.

Naturalmente que todo esto tiene que ver con la imagen que de los negros tiene el español. Las ONGs y los medios de comunicación han presentado en los últimos 15 o 20 años una imagen siempre negativa del africano. Sólo muestran la miseria, el hambre, las enfermedades, la crueldad; la consecuencia es que aquí se concibe al africano como un ser inferior, desvalido, digno de lástima, incapaz de vivir por sí mismo. No puedes ni pasear con tu hijo sin que algún alma “sensible” te pare y exprese su deseo de adoptarlo. Percibimos que no se nos considera suficientemente maduros o adultos, y cada blanco se siente en la

obligación de compadecernos; captamos bien ese tufillo de superioridad que acompaña a las acciones caritativas, esa satisfacción íntima que tienen los parientes ricos al sentar en su mesa al pariente pobre. Pensamos que sólo somos un pretexto para mantener limpias algunas conciencias.

Aunque esté motivada por razones económicas, toda expatriación es una forma de exilio. El inmigrante abandona tierra, clima, lengua, hábitos, familia, cultura, para adquirir una nueva personalidad, la que le impone su nuevo medio. Es transmisor de sus propios valores. El inmigrante no sólo aporta la fuerza de sus brazos y las cotizaciones a la Seguridad Social, sino que contribuye a airear, a oxigenar esta sociedad tan cerrada. Los inmigrantes contribuimos a abrir España a la realidad del mundo, a que se adquieran nuevas perspectivas, a solidificar valores como la convivencia y la tolerancia. Al mismo tiempo que logramos nuestra principal búsqueda, la seguridad económica y la libertad, también transmitimos nuestra esencia, nuestra impronta, el alma de nuestros pueblos y culturas de origen.

En su prólogo al libro Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz, el etnólogo Bronislaw Malinowski dejó anotado que el encuentro de culturas produce el mestizaje, que implica una cultura distinta, híbrida. Y ésta es una de las escasas ventajas de la globalización, ese fenómeno que internacionaliza los capitales y los bienes económicos, pero restringe la libre circulación de las personas e intenta imponer el pensamiento único, una única manera de ser y de concebir el mundo. Si el objetivo es lograr un mundo más armonioso entre todos los vecinos de este planeta, sobran los intentos de obligarnos a todos a ser como los europeos. Porque la integración de la que tanto se habla no parece tener como objetivo el mestizaje, una transculturación, en los términos definidos por Nancy Morejón en Nación y mestizaje, sino una deculturación y una aculturación. Se des-prende del discurso político y cultural español que la pretensión es que los inmigrantes, sobre todo los africanos, dejemos en los cayucos y pateras nuestras lenguas, nuestros credos y nuestras culturas para asimilarnos totalmente a los nativos; que nos despojemos de nosotros mismos para adquirir modos de ser y de sentir distintos; se pretende cortar nuestras raíces con el propósito de dejarnos indefensos y explotarnos mejor, cuando el objetivo debiera ser que todos cambiásemos, intercambiando las respectivas culturas, en lo que Malinowski describió como un “toma y daca”. Cuando algunos hablan de integración, uno piensa que los afro-españoles terminarán siendo “desafricanizados” como los actuales afro-americanos. Todos sabemos que los afrodescendientes americanos, del norte, del centro o del sur de América,

sufrieron un durísimo proceso de aculturación y deculturación que ha terminado, en la realidad práctica, con sus culturas originales. Es decir, se ha conseguido despersonificarlos, privarles de su identidad y de sus valores y referentes más íntimos, para convertirles en seres sin identidad, en clones de los europeos. Por eso no queda más remedio que oponerse a ese viaje hacia la invisibilidad.

Por eso hubiésemos preferido regresar África, para que nosotros mismos y nuestros hijos no tengamos que sufrir la expatriación y sus consecuencias, reintegrarnos a nuestros paisajes, a nuestros climas, a nuestra esencia, pero insertos en la modernidad. Que yo sepa, son escasos los africanos que, viviendo en Europa por cualquier circunstancia, no preferirían regresar a su país si las cosas fueran de otra manera. Pero el hecho es que estamos aquí, y tenemos que acostumbrarnos a todo, a armarnos de paciencia, a aguantarlo todo, a convivir en un medio en el que sabemos que no somos aceptados por la mayoría, o se nos tolera a regañadientes. Aunque todo eso esté compensado por el calor de la gente que sí nos quiere, por los amigos que nos ayudan a transitar por este proceloso exilio haciéndonos menos oneroso el camino.

Queda por ver si la permanente añoranza de África que caracteriza a las primeras generaciones de afro-europeos se mantiene o se mantendrá entre los descendientes nacidos en España. Quizá África les suene a algo lejano, y no se identifiquen ya con ella. Es posible que a esos españoles “de color” –como si el blanco no fuera un color,- a esos “morenos,” les pase lo mismo que a sus semejantes franceses: que no tengan una identidad definida, que sean seres que se sienten rechazados tanto en Europa como en África; en definitiva, que su vida transcurra en una permanente frustración.

Para que ese destino a que pueden estar condenados sea menos duro, propongo la fórmula que ha permitido a mi hijo Pascual integrarse plenamente en su colegio. Estaba angustiado durante sus primeras semanas de colegial, y yo reconocía esa angustia recordando mi propia experiencia. Los niños –y sus madres- pueden llegar a ser muy crueles, y entre la curiosidad, los que le tocaban el pelo, los que le señalaban, los que le reclamaban un beso, los que le preguntaban si tenía comida en su casa, Pascual sufría. Era tanto su sufrimiento que llegó a preguntarme en varias ocasiones qué podía hacer para “ser español,” única manera en que expresaba esa diferencia que le hacían sentir. Su madre y yo le insuflamos algo de autoestima, le explicamos por qué su piel tiene otra tonalidad, pero, sobre todo, le estimulamos para que destacara por otros motivos. A sus seis años, hace casi cuatro que lee perfectamente, y es el “sabio” de su clase. Además, habla francés. Y ya no

tiene problemas: es el más popular de su colegio, se reconoce su valía y todos sus compañeros “analfabetos” se disputan su amistad y quieren ser como él.

Ésta es la gran lección, aprendida de mi padre: “no importa a qué te dediques en la vida” –me decía de pequeño- “sólo procura hacerlo bien y ser el mejor.” Para no sucumbir bajo el peso de la presión de ser negro en una sociedad de blancos, tienes que ser más listo que el más listo de ellos. La vida en la civilización es una evaluación continua.

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